Durante mi época de estudiante de ciencia política, fui invitado a participar en un foro llamado “Retos Para La Institucionalidad Democrática En Venezuela”. En este foro se reunieron varios grupos de estudiantes universitarios que presentaron trabajos sobre la difícil situación política de Venezuela y algunas posibles soluciones. También asistieron personalidades reconocidas de la oposición venezolana que no estoy orgulloso de haber conocido.
Recuerdo que mi compañero y yo decidimos estudiar las varias instancias de gobierno limitado que se dieron en la Venezuela del siglo XIX. Estas habrían producido destellos de prosperidad económica y social sin precedente. Incluso, varias ciudades como Carúpano, Coro, y Maracaibo, florecieron hasta convertirse en referentes culturales internacionales mientras estuvieron desconectadas de la capital.
Esta prosperidad producto de gobiernos basados en el sentido común y empresarialidad libre duraba varias décadas, hasta que el poder central y progresista de Caracas llegaba a traer progreso y “poner orden”.
En aquél entonces, las élites Europeas y europeizadas se burlaban del experimento americano. Aseguraban que Estados Unidos era un estado fallido porque no podía ejercer poder efectivo sobre todos sus territorios de manera uniforme desde la capital. Para ellos, la constitución federada de los padres fundadores era señal de retraso y barbarismo. Esto lo explica muy bien Carlos Rangel en su libro Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario, y los autores Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa también hacen un buen recuento en su libro Fabricantes de Miseria.
En fin, la capital de nuestro país, gobernada siempre por élites afrancesadas y progresistas, compartía estos sentimientos, y no podían contener sus impulsos legislativos cada vez que un territorio sin conexión directa con Caracas comenzaba a dar señales de desarrollo.
Así que, respaldada por una tradición positivista y borbónica, la capital se dedicó a acabar con la “anarquía jurídica” y la “corrupción” de los “caudillos”. Derogaron leyes locales e impusieron códigos tributarios cambiantes e injustos para sostener a un estado fuerte y “moderno”. Establecieron nuevos departamentos con un entramado legal ultrasofisticado, justificado impecablemente por una doctrina positivista moderna.
Por supuesto, terminaban echando por tierra todo el progreso logrado por ciudadanos independientes, y drenando toda la riqueza convirtiendo a Venezuela en un hato en ruinas dirigido desde Caracas.
Así fue como consiguieron hundir al país en el atraso hasta mediados del siglo XX.
Recuerdo la cara de desilusión de nuestro coordinador cuando, a mitad de nuestra exposición, se dio cuenta que no habíamos traído “material de apoyo”. Detrás de nosotros había una pared vacía y desprovista de láminas de PowerPoint que parecía inquietar al profesor. Estos formalismos eran aparentemente un requisito tácito para optar a una mención honorífica en el foro. Sin embargo, el trabajo fue bien recibido por la audiencia.
El diagnóstico que nuestro trabajo ofreció se centraba en estos hechos poco conocidos de la historia venezolana. La conclusión fue que, si queríamos arreglar el país, debíamos desechar este positivismo progresista que intentaba controlar la vida de los ciudadanos a punta de leyes, limitar el poder del estado, y confiar en la empresarialidad y sentido común de la ciudadanía. Es decir, volver a intentar aquello del libre mercado.
Al finalizar nuestra exposición, siguió un grupo de estudiantes que sí habían preparado una presentación impresionante en Prezi. Eran unas cinco chicas muy bien parecidas y glamorosas, lo cual produjo un notable contraste con nuestro porte espartano.
El diagnóstico que ofrecieron fue que el gobierno socialista de Chávez había sido demasiado corrupto, despilfarrando la mayor entrada de riqueza en la historia del país en tiempo récord. Las exponentes se tomaron unos 30 minutos en describir los casos más escandalosos de corrupción administrativa y evidenciar la ineficiencia institucional generalizada durante el período de la revolución socialista.
Probablemente puedo estar de acuerdo hasta cierto punto, pero ya sospechaba cuál iba a ser la receta.
La última ponente del grupo dio un click al mouse y la pantalla comenzó a mostrar una lista de soluciones de manera llamativa y dinámica, mientras mi coordinador nos miraba con desaprobación por no haber hecho el esfuerzo siquiera de confeccionar una cartulina de colores.
La solución a los problemas de Venezuela, según este grupo sobresaliente y sofisticado de estudiantes, era crear departamentos y mecanismos adicionales de control institucional que hicieran un seguimiento exhaustivo de la ejecución de políticas públicas para reducir así la corrupción y garantizar el cumplimiento de los programas sociales de manera eficiente.
En otras palabras, más burocracia, control, leyes, y penas administrativas para todos los actores implicados.
La exposición estuvo llena de grandilocuentes tecnicismos legales con propuestas de modificaciones de códigos procesales, creación de escalones institucionales adicionales para, según ellas, generar una mayor transparencia. Por supuesto, no podía faltar mención a la adopción de un gobierno digital para apoyar estas iniciativas.
Tal y como los gobiernos de los dos anteriores siglos propusieron llevar el progreso a cada pueblo conectándolos a la capital con carreteras, ahora había que llevar el progreso a cada hogar de Venezuela vía internet.
Noté que todos los asistentes estaban impresionados por la “profundidad en conocimiento” de estas niñas, y su dominio en temas de gestión de gobierno. Es decir, quedaron encantados con cómo los estudiantes habían podido sacar de la nada una innovadora manera de colocar a más gente dentro de la administración para seguir parasitando y drenando las riquezas de la ciudadanía. Todo respaldado por toda la literatura sobre gestión gubernamental moderna.
Este enfoque progresista es premiado actualmente con puestos en altos cargos en gobiernos, financiado por organismos internacionales, y fomentado por compañías tecnológicas dedicadas al control y venta de datos.
Hace poco estaba revisando mi LinkedIn, y encontré los perfiles de varios compañeros universitarios que lograron graduarse con honores en ciencia política y embarcarse en carreras y proyectos relacionados con la gestión pública. Casi todos ellos, incluso algunos que en algún momento compartieron la idea de que había que limitar al gobierno, se encuentran hoy promocionando la implementación de gobiernos digitales en los países que los acogieron.
Es decir, están dedicados a buscar maneras cada vez más eficientes de controlar a los ciudadanos de sus países, sin reportar ningún beneficio a cambio.
En mi experiencia, mientras más “digitalizan” nuestros datos, más engorroso se vuelve cada trámite y menos oportunidades tengo de reclamar en caso de falla. Por ejemplo, hace un par de años yo podía ir a extranjería y si me faltaba algún documento, la funcionaria escuchaba mi caso y podía juzgar si en verdad ese documento era vital, o darme alternativas de acción. Tenía que darme la cara y tratar de resolver mi problema (originalmente causado por ellos, claro).
Gracias a la implementación de este maravilloso gobierno digital, no tengo hoy más opción que apegarme a lo que diga un algoritmo. Es decir, ya no tengo voz, y no hay funcionario que se haga responsable en caso de haber errores (y los hay de todo tipo). La gente ya no puede ventilar sus frustraciones, ni acudir a ninguna oficina. Si tienen un problema relacionado con su identificación, estatus migratorio, laboral, penal, o de salud, no hay nada que hacer sino esperar.
Entonces, la iniciativa de Gobierno Digital en Chile, ha resultado ser un fracaso tras fracaso, aumentando innecesariamente los tiempos de resolución de conflictos. Por ejemplo, el sistema bautizado como “Clave Única” es un desastre ya que requiere que pasemos más tiempo actualizando datos que resolviendo problemas que el mismo gobierno causa. El sistema jamás deja de pedir tus datos no importa cuántas veces los ingreses, y ninguna oficina “conectada” está al tanto de las decisiones de las otras. Por tanto, una simple visita al doctor usando el sistema Fonasa, puede convertirse en un par de semanas de trámites y colas para “ahorrarte” un par de cientos de dólares (que podrías haber producido en esas dos semanas de no haber perdido tanto tiempo).
Sin embargo, este fracaso es constantemente premiado con mayores inversiones en programas cada vez más grandes y costosos, que requieren de más propaganda gubernamental, diseño gráfico, estudios y encuestas, y creación de nuevos departamentos que terminarán reduciendo la productividad de los afectados mientras consumen más de sus recursos en forma de impuestos y reducción en la productividad.
Lo peor es que los funcionarios implicados tienden a fracasar hacia arriba. Es decir, aquellos con las mejores ideas sobre como dilapidar recursos de maneras cada vez más improductivas, prueban ser inmensamente valiosos para ocupar escaños cada vez más elevados de la administración pública.
Y esto está siendo implementado en todos nuestros países de manera simultánea e irresistible.
Por ejemplo, en Uruguay ya se está implementando algo llamado “gobernanza de la IA” (inteligencia artificial).
Lo peor es que tratan de justificar este sistema de toma de decisiones automatizado usando conceptos mutilados de democracia:
¿Dónde está la participación directa en los aspectos que afectan mi vida cotidiana?
Pues, en ningún lado, ya que esas cosas son decididas fuera de nuestros países y están fuera del alcance de la clase política electa. Casi todas las naciones hoy han firmado convenios y tratados internacionales que le permiten a todas estas organizaciones supranacionales tomar el control de los gobiernos de manera remota.
Lo mismo sucede en México, Ecuador, Colombia, Argentina y, por supuesto, España. Nada de esto se ha sometido a referendo, pero sí ha creado ejércitos de funcionarios que creen que están haciendo el bien y arreglando el mundo mientras deciden cómo debemos vivir hasta el último detalle.
Desde sus burbujas elitistas, nosotros parecemos borreguitos a quienes hay que guiar por medio de su inmensa comprensión de nuevas tecnologías y el nuevo credo estatista.
Una de las primeras cosas que hay que hacer es desenmascararlos y revelar su labor como carceleros digitales y parásitos gubernamentales que no crean absolutamente nada útil para nosotros.
Lo siguiente es seguir creando redes y comunidades paralelas que operen al margen de la tecnocracia del despotismo ilustrado moderno. Es difícil, es costoso, pero es necesario.
Se me olvidaba: para mi sorpresa, y la de nuestro coordinador, nuestra exposición obtuvo la mención más alta del foro.