Hay una broma muy conocida entre ingenieros que cuenta que un granjero le pide ayuda a un físico teórico ya que sus vacas no están dando suficiente leche. Luego de realizar varios cálculos, el físico le dice que tiene la solución perfecta, pero que sólo resultará con vacas esféricas en vacío absoluto.
Cualquiera con algo de sentido común podría entender que no existen vacas esféricas, ni granjas al vacío. Y una persona en todos sus cabales tildaría al físico de charlatán sin lugar a dudas.
Sin embargo, no muchos se dan cuenta de cómo este mismo tipo de charlatanería se ha apropiado de otras disciplinas hasta hacerlas completamente irreconocibles, causando un increíble sufrimiento a millones de personas en el mundo.
En un paper de 1969, el economista Harold Demsetz describió cómo una escuela cada vez más influyente de teóricos de la economía basaban sus estudios y asunciones en una especie de estado de “competencia perfecta”.
Esta asunción de mercados en perfecto equilibrio, total acceso a la información, y con precios determinados por cálculos exquisitamente racionales, se convirtió en la base de la ciencia económica mainstream que sigue dominando el mundo académico hasta nuestros días.
Esta supuesta situación ideal y, por tanto, inexistente, es luego comparada con el mundo real. Al observar serias discrepancias entre su modelo esférico y en el vacío, y la rica e infinita realidad, llegaban a la conclusión de que el mercado no es tan perfecto como debería ser. Por tanto, estos sofisticados economistas se dedican a elaborar planes y programas para “corregir” estos “fallos de mercado”, y luego venderlos a gobiernos e instituciones interesadas (léase ONU, UNESCO, Rand Corporation, Club de Roma…).
Para describir esta nueva forma de fraude intelectual, Demsetz acuñó el nombre de falacia del Nirvana. Esta falacia lógica consiste en comparar al mundo real con una utopía o nirvana imposible de alcanzar para luego concluir que el mundo real es “imperfecto”. En vez de condenar este método de análisis obviamente fraudulento, la academia procedió a generalizarlo y extenderlo hacia otras áreas.
En un ingenioso vuelco a los métodos de política institucional comparada, donde se escogen instituciones reales como puntos de partida para el análisis, la academia comenzó a favorecer una creciente tendencia a comparar arreglos institucionales utópicos con la dura realidad. Si se descubre alguna discrepancia, entonces se concluye que la realidad es ineficiente y comienzan a proponer planes y programas para minimizar las divergencias al más puro estilo soviético.
Kenneth Arrow fue uno de los economistas que más aportó a este enfoque que insiste en la existencia de un supuesto “equilibrio general”. Uno de los más claros ejemplos está contenido en el trabajo Economic Welfare and the Allocation of Resources for Invention, in The Rate and Direction of Inventive, publicado en 1962.
Kenneth dedica una sección completa para decir que el mercado no invierte lo suficiente en investigación e innovación.
Pero, ¿suficiente comparado con qué?
Pues, comparado con una asignación ideal de recursos que se saca de las narices y que le permite concluir que, para lograr una asignación óptima de recursos en innovación, se necesita del gobierno u otras agencias no guiadas por el lucro que inviertan en investigación. Esto es un hábil juego mental que hace suponer que los elementos supuestamente subóptimos del mercado deben ser reemplazados por contrapartes óptimas como el gobierno o un grupo de expertos.
¿Quién ha demostrado que los gobiernos o fundaciones sin fines de lucro son más óptimas que las soluciones del mercado?
Absolutamente nadie. Pero Kenneth Arrow, y la gente interesada en posiciones permanentes en el gobierno y la academia, lo asumen de manera acrítica. Nadie va a contratar a expertos que se limitan a describir al mercado. A las élites les gusta sentirse importantes, y estas teorías implican que el mundo imperfecto necesita de su intervención.
Pero estos supuestos también implican que la gente es tonta y que los expertos deben salvarlos de su tontería. Si alguien pone esto en duda, pues se le acusa de ignorante y listo.
También se puede mirar de otra manera. Los académicos son la nueva clase clerical que permite a los nuevos traficantes de indulgencias medievales encontrar formas innovadoras de acceder al control de los recursos del Estado inventando nuevos pecados y ofreciendo nuevos paraísos.
Pero esto va aún más allá. De manera reveladora, en el análisis que hace Kenneth Arrow sobre la distribución de la información en la sociedad, el economista deja ver sus tendencias ideológicas.
El economista comienza asegurando que la información, especialmente toda la relacionada con la innovación, debería estar disponible a toda la sociedad por igual. Si bien el autor acepta que esto no ofrecería incentivos para la investigación, propone entonces que en una economía socialista ideal las recompensas a la innovación estarían completamente separadas de los beneficios y costos de aquellos que la utilizan. Luego, el laureado académico remata diciendo que los incentivos existentes en el libre mercado, o el mundo real, llevan a una sub-utilización de la información.
Traduciendo al cristiano: el capitalismo despilfarra mientras que el socialismo haría una asignación eficiente de recursos. Viva Marx.
Como podemos ver, Arrow usa el viejo truco de los comunistas de comparar la realidad con un mundo ideal que sólo existe en sus cabezas para luego decir que el capitalismo no sirve. Si bien, en su obra dice distanciarse del socialismo, sigue imaginando mundos perfectos postcapitalistas e igualitarios, mientras ataca al libre mercado.
Otro ejemplo de charlatanería sin control es el caso del economista Arthur Pigou, quien describió el fenómeno de las externalidades.
Como nota curiosa, mucha gente se burla de Adam Smith y los proponentes del libre mercado debido al concepto metafísico de la mano invisible. Sin embargo, a Pigou se le premió por la invención del concepto de externalidades, que han probado ser una suerte de duendes invisibles que plagan al mercado pero cuya existencia no se ha podido probar.
Pero veamos. Según Pigou, en la economía existen externalidades negativas y positivas que no son tomadas en cuenta por los agentes en sus cálculos económicos. El ejemplo que siempre nos dan es el de la contaminación generada por la industria, por supuesto sólo en mercados desregulados que producen “demasiado”, no en la desastrosa URSS.
Esta contaminación genera, según Pigou, costos sociales y materiales que podrían ser reducidos si los agentes económicos no produjeran “tanto”.
Nótese que los términos “demasiado” y “tanto” se los saca de las narices como todo buen vendedor de humo. Así que Pigou propuso un impuesto a cada unidad de producción para reducir esa “sobreproducción” y cubrir los costos de esas “externalidades”.
Los gobiernos rápidamente financiaron la propagación de estas ideas, las cuales fueron impresas en todo libro de economía básica y repetidas por los evangelizadores del estatismo.
El problema es que jamás se han dado ejemplos reales de estas externalidades. Y esto no fue por falta de ganas.
En 1977, el economista James Meade dijo haber encontrado un caso concreto de externalidades entre los cultivadores de manzanos y los apicultores. Propuso que imagináramos (ya comenzaba mal) una región donde las abejas de los apicultores se alimentaran de las flores de manzano de sus vecinos. Si los cultivadores de manzanos aplicaban 10% más labor o capital, también incrementarían la productividad de sus vecinos apicultores dando 10% más alimento a sus abejas. Aquí por supuesto se asume que son abejas esféricas al vacío donde todo aumenta o disminuye de manera perfectamente proporcional cuando uno aplica más o menos trabajo a la tierra.
Esto, según Meade, produciría un factor no pagado debido a la imposibilidad del agricultor de cobrar por ese 10% de beneficio al apicultor, creando un supuesto beneficio impago. Por tanto, no habría incentivos para hacer que el manzanero aumentara la disponibilidad de comida para las abejas, así que el mundo se quedaría sin esa miel adicional que supuestamente debería ser producida. En conclusión, el economista recomienda un papel más activo del gobierno para equilibrar estas externalidades positivas.
Sin embargo, las falacias de Meade y Pigou han sido refutadas una a una por gente que sí está familiarizada con la actividad económica real.
Por ejemplo, el economista y profesor Steven Cheung decidió reunirse con agricultores y apicultores de su región para aprender acerca de las externalidades de la industria.
Lo que descubrió fue sorprendente. Por generaciones, los dueños de manzanares habían establecido arreglos institucionales bajo los cuales pagaban a los apicultores por traer a sus abejas durante la época de polinización. Estos contratos se establecen con lujo de detalles, llegando a estipular tamaño de las colonias de abejas, y tiempos de retiro en caso de fumigación. Es decir, los granjeros ignorantes sabían mucho más que Pigou y Meade acerca de su propia industria. ¿Quién lo hubiese imaginado?
Por supuesto, los análisis de Pigou y Meade siguen impresos en cuanto libro de economía básica existe, y sirven de base para toda clase de intervención estatal. Mientras que la descripción realista y mundana de Cheung es ignorada por la mayoría de estatistas hoy.
El concepto de externalidades se ha estirado tanto que hoy incluye cosas como la educación y la salud.
Hoy, casi nadie se atreve a hablar en contra de los beneficios de una población educada. El problema es que jamás se ha demostrado que incrementando la cantidad de graduados en una sociedad se pueda elevar su nivel de vida o productividad. De hecho, alguien podría defender el caso contrario viendo cómo los países con mayores índices de educación superior hoy están mostrando niveles cada vez más altos de ovejunismo y crisis políticas.
¡Pero Marcel! - Les oigo exclamar - ¿Cómo vas a decir eso si tantos países de África y Asia entraron en crisis teniendo poblaciones casi completamente analfabetas?
Pues, un análisis más profundo revela que en la mayoría de casos sus gobernantes y “benefactores” provenían de élites académicas educadas en prestigiosas universidades de Europa. Más aún, cuando sus ideas de progreso no eran bien recibidas por sus poblaciones “ignorantes” tuvieron que recurrir a matanzas que alcanzaron decenas de millones.
Imagino que debería agradecer que en Latinoamérica nuestros hijos son educados para aceptar estupideces irreflexivamente, lo cual reduce el riesgo de terminar en un Gulag. Pero ese sería otro tema.
Otra vaca esférica sagrada de las externalidades positivas es la salud. Todo el mundo sabe que una sociedad sana es más productiva porque la gente enferma menos y vive más. Dejar la salud en manos de los privados, tal y como siempre lo había sido, supuestamente producíría resultados subótptimos. Los incentivos monetarios, según muchos defensores de estas teorías, podrían resultar en menor inversión y gente sin acceso a la salud por no tener suficiente dinero.
Para llegar a estas conclusiones no se compara una situación real con una ideal. Se compara una fábula horrible con un mundo perfecto, para concluir que el capitalismo no es óptimo.
No existe curso escolar o universitario donde no se asegure que, en un sistema capitalista desregulado, los hospitales privados automáticamente rechazarían a los pacientes que no tengan suficiente dinero para pagar la atención.
¿De dónde sacan estos datos? Pues de sus narices.
Pero no importa. Los políticos, académicos, y nuestro vecino del 4, todos tienen buenas intenciones y dicen que igual hay que tomar medidas para evitar resultados desagradables. Después de todo ¿Qué podría salir mal con un poco más de Estado?
Pues, hoy en día, si no tienes la cédula al día, o si el número de tu seguro no pasa, puedes desangrarte en una sala de emergencia. Incluso, en países que la gente considera que hay sistemas de salud “avanzados”, la nueva realidad creada por estos economistas de pacotilla se parece mucho más a la caricatura que hacían del capitalismo.
En Canadá, el ejemplo mundial a seguir en términos de políticas sanitarias, ahora quieren eutanizar a quienes resulten una “carga”. Según su congreso progresista, es una solución humana que ayudaría a ahorrarle recursos al Estado.
En resumen, la tarea de estos vendedores de aceite de culebra modernos es buscar excusas para hacer que los recursos pasen primero por una clase tecnocrática que sabrá mejor cómo administrarlos.
Para ello, elaboran modelos teóricos absurdos que desfiguran la realidad para luego decir que los mercados son imperfectos. Luego, proponen que las élites tomen el control de todos los factores que el modelador decida que son relevantes. Al final, sus proyecciones siempre dependen de qué tanto la realidad se apegue a sus fantasías, cosa que nunca sucede.
Menos mal que los albañiles y obreros no intentan modelar la realidad para hacer que sus locuras funcionen. De hecho, sería motivo de ridículo si lo hiciesen, y tendríamos edificios y puentes cayéndose rutinariamente. Pero, como vemos, hay otras disciplinas más “elevadas” plagadas de estafadores que no tienen ningún problema en establecer modelos ideales, convencer a gobiernos de aplicarlos, y luego culpar a la realidad de sus fracasos. Lo peor es que esta gente no deja de cobrar jugosos cheques, ocupar importantes cargos, y merecer galardones.
Estos utopistas modernos son los que están hoy a cargo de predicciones relacionadas con el cambio climático, las pandemias, y la economía en general. También cabe destacar que sus argumentos son los que justifican todos los esfuerzos de modernización estatal en todo el mundo.
Mientras tanto, la gente de a pie sigue discutiendo este o aquél caso de corrupción, y preguntándose por qué su gobierno no termina de “hacerse responsable” de las crisis.
Por desgracia algunos economistas clásicos dan definiciones del estilo de la vaca esférica. Por ejemplo, hay economistas clásicos que dicen que la inflación es el resultado de que la gente tenga más dinero en sus manos del que desean tener.
Dicen que cuando aumenta la oferta monetaria, la gente descubre que tienen más dinero en sus manos del que desean tener y al intercambiar ese dinero por bienes y servicios, conduce a un aumento en el nivel general de precios o a un equilibrio a la baja en el precio del dinero, osea inflación.
Este tipo de explicaciones simplistas, para lograr el entendimiento de la oferta y la demanda del dinero, chocan con el común de la gente, que no cree en estas explicaciones porque dicen, y con justa razón: ¡MENTIRAS, NUNCA TUVIMOS MÁS DINERO EN NUESTRAS MANOS DEL QUE DESEARÍAMOS TENER!
¿Por qué los economistas clásicos, que intentan ser honestos con la gente, pero no consigo mismos, dan este tipo de explicaciones?
Pues porque no se atreven a decir que en realidad la oferta monetaria no llega armónicamente a todas las manos, llega a las manos de unos cuentos que son los que se acaban los bienes y servicios, que son finitos, y a las manos del resto de personas sólo llega la escalada de precios, lo que significa que: Las mayorías pagamos el despilfarro de una minoría, una minoría que gastó dinero sin valor, inyectado por los bancos centrales y que hacen que el resto de dinero en el mercado pierda valor.
Tenemos por un lado a economistas deshonestos y por otro a economistas que titubean al momento de pasarse por completo hacia el lado de la honestidad, lo intentan, pero el sistema los tienta.